Por
José Ortega y Gasset
Para mi maestra LoL.
INTRODUCCIÓN
Moraleja de un cuento chino
A Ling Yu Tang y su
Importancia de Vivir
La Belleza y la fealdad tienen el mismo
origen
Decisión
Informada
Ella sabía que era fea
Ella sabía que era bonita
Ella se ocultaba
Ella se exhibía
He
decidido comenzar esta inmensa carta con este Poemirijiya de mi autoría, porque
tu fuerte declaración del otro día NO me dejó indiferente y me recordó estas
viejas ideas. Además, considero mi
deber, como filósofo, llevar claridad mental ante un dolor emocional.
Soy
viejo, tengo más de 44 años, y llevo décadas estudiando el alma humana, por lo
que he llegado a saber algunas cosas. Me
reí con ganas cuando confesaste tu pena de amor, pero como no nos habíamos
presentado, no sabía cómo acercarme. Me
dije: “Ya, aquí vamos, otra vez.
¡Siempre llega un náufrago a mis costas, cuando estoy tratando de salvar
el mundo por Internet! ¡Ja, ja, ja!”.
Eres
el tipo opuesto de mujer a mi señora, exagerando un poco, como los estereotipos
de animé tsundere/yandere, pero, al igual que ella, escondes tu belleza. Eres una mujer compleja, ello hace que sólo un hombre inteligente
puede apreciarte. Por eso mantuve la
distancia y paulatinamente comencé a acercarme, usando la estrategia Jericó,
para NO espantar.
Estaba
esperando a que te acercaras, para apreciar tu energía y ¡es de alto
octanaje! ¡Nunca antes había jugado tan
bien! Tienes instinto innato de couching. Si te pusieras en serio, podrías dirigir muy
bien un equipo de LoL o de lo que sea realmente competitivo. Tienes talento para eso.
Tu
caso no deja de ajustarse al tema del viaje, sólo que de otro modo. Los realmente hombres deseamos un viaje y
nos gustan las personas que se presentan como compañeros o destino de ese
viaje. De ahí el “natural atractivo” de
los parajes exóticos. Mi impresión es
que, para variar, el tipo en cuestión NO te vio como un paraje lo bastante
exótico como para ir hacia ti. Esta
impresión se debe a que sólo vio la superficie y realmente tiene trastocadas
las prioridades de la vida.
Tienes
razón y me reí por la manera extremadamente dura y cortante como planteaste esa
idea. Lo que te presento a continuación
son los matices y derivaciones de esa idea: El hombre desea lo que NO posee y
es mayor su deseo en tanto que eso es más difícil de poseer. Ese tipo de hombre es un imbécil. Un monigote que sólo está buscando a su
madre, como dijo Freud, que está preso de su complejo de Edipo. El verdadero hombre, el inteligente, busca una
mujer que NO sea como su madre, porque busca un viaje hacia una isla encantada,
donde hay un tesoro desconocido.
Ese
tesoro desconocido es la mujer inteligente.
Lo digo por experiencia propia: Hasta conocer a mi esposa, NO conocí una
sola mujer inteligente… y poderosa.
Dueña de sí misma. Capaz de
decir NO a esos imbéciles que sólo quieren lo superficial y son ciegos a lo
profundo. Esos egoístas que sólo usan a
las mujeres para su placer y después las desechan. Los masoquistas que sólo les gustan las maracas
que los hacen sufrir, para demostrar su poder y dominio.
Ojo
con lo que deseas, porque es una proyección de uno mismo. ¡Todos somos unos malditos masoquistas! La única diferencia es cuánto dolor queremos
sufrir, antes de emprender el camino del desarrollo personal.
Divagación
Ante el Retrato de la Marquesa de Santillana
Para mi gusto,
lo más interesante de la Exposición[1]
es este cuadro de Jorge Inglés. Si los
proyectos de feminidad que aquí se insinúan hubiesen madurado, esta galería de
cuatro siglos sería muy otra y muy otra la historia de España.
Es tan femenino
este cuadro que empieza por engañar. En
el transeúnte apresurado deja el recuerdo de un recinto tranquilo y repuesto,
poblado con la paz de la oración.
Sobre el reclinatorio, que hace de mística navecilla, un corazón de
mujer pone proa hacia celestes abstracciones.
Nada más
femenino, repito, que ofrecer dos aspectos muy distintos: uno para e que pasa
de largo, otro para el que se detiene devoto.
Si se quiere conocer a la mujer es preciso detenerse ante ella o, dicho
de otra manera, es preciso “flirtear”.
No existe otro método de conocimiento.
El flirt es a la mujer,
lo que el experimento a la electricidad.
Pues bien, el flirt comienza
por una detención, merced a la cual se convierte el transeúnte apresurado en
interrogador que inicia una conversación particular. Cuando Fernando Lasalle, precursor del
actual movimiento obrero, se iba a casar, daba la noticia a un amigo parodiando
la terminología hegeliana: “Me voy a individualizar en una mujer”,
escribía. En efecto, la mujer no revela
su segundo aspecto, el verdadero y propio, sino al que se individualiza ante
ella y deja de ser el hombre en general, el que se pasa de largo, cualquiera. En esto como en todo, la psicología de la
mujer es opuesta a la del varón. El
alma masculina vive proyectada preferentemente hacia obras colectivas: ciencia,
arte, política, negocio. Esto hace de
nosotros naturalezas un poco teatrales: lo mejor, lo más propio e individual de
nuestra persona lo damos al público, a los seres innominados que leen nuestros
escritos, aplauden nuestros versos, nos votan en las elecciones o compran
nuestras mercancías. El escritor
representa la forma extrema de esta impudorosidad al ser más íntimo con el
público anónimo que con su más íntimo amigo.
El hombre vive de los demás y por ello vive para los demás. A esto aludía yo cuando hablaba del
servilismo que el destino varonil lleva consigo.
La mujer, en
cambio, tiene una actitud más señorial ante la existencia. No hace depender su felicidad de la
benevolencia de un público ni somete a su aceptación o repulsa lo que es más
importante en su vida. Más bien al
contrario, adopta una actitud de público en cuanto parece ser ella la que aprueba
o desaprueba al hombre que se aproxima, la que entre otros muchos, lo
selecciona y escoge. De modo que el hombre, al verse preferido, se siente
premiado. Es curioso que esta
concepción de la mujer como premio del hombre aparece ya en las sociedades más
antiguas; así, la Ilíada echa a volar
el enjambre sonoro de sus hexámetros con el fin de contarnos la cólera de
Aquiles, furioso porque le han arrebatado la dulce esclava Kriseis, que era el
premio de sus hazañas. Posteriormente,
el valor de este premio sube de punto al no ser concedido por la autoridad o
por un tribunal, sino que se deja al premio mismo decidir quién es el premiado.
Comparada con el hombre, toda mujer es un poco
princesa: vive de sí misma y, por ello, vive para sí misma. Al público presenta sólo una máscara convencional, impersonal, aunque variamente modulada; sigue la moda en todo y se
complace en las frases hechas, en las opiniones recibidas. Su afición a las galas, a las joyas, a los
afeites pudiera considerarse una objeción radical contra esto que digo. En mi entender, lejos de oponerse a ello, lo
confirma. La vanidad de la mujer es más
ostentosa que la del hombre precisamente porque se refiere sólo a
exterioridades; nace vive y muere en ese haz externo de su vida a que me he
referido, pero no suele afectar su realidad íntima. La prueba de ello es que esa vanidad del
atuendo, frecuente en la mujer, no nos permite inferir las condiciones de su
carácter con la misma seguridad que si se tratase de un hombre. La vanidad del varón, menos ostentosa, es más
profunda. Si el talento o la autoridad
política saliesen a la cara, como ocurre con la belleza, la presencia de la
mayor parte de los hombres sería insoportable.
Afortunadamente, esas excelencias no consisten en rasgos quietos, sino
en acciones y dinamismos que requieren tiempo y esfuerzo para ejecutarse, que
no pueden ser mostradas, sino demostradas.
Tal es la
diferencia en la relación con el público del hombre y la mujer, que lleva
signos contrarios. Cuanto mayor aparato
y cuidados pone la mujer al presentarse en público mayor es la distancia que
establece entre éste y su verdadera personalidad. Así, a medida que aumenta el boato de que
una mujer se rodea, crece el número de varones que se sienten eliminados de la
opción a sus preferencias y se saben condenados a una actitud de lejanos
espectadores. Diríase que el lujo y la
elegancia, el adorno y la joya que la dama pone entre sí y los demás llevan el
fin de ocultar su ser íntimo, de hacerlo más misterioso, remoto e
inasequible. El hombre, en cambio, da a
la publicidad lo que más estima en sí, su más recóndito orgullo, aquellos
actos, aquellas labores en que ha puesto la seriedad de su vida. La mujer tiene un exterior teatral y una
intimidad recatada; en el hombre es la intimidad lo teatral. La mujer va al teatro; el hombre lo lleva
dentro y es el empresario de su propia vida.
En las ideas
usuales sobre psicología de ambos sexos no hallo debidamente acentuada esta
discrepancia radical. Se trata de dos
instintos contrarios: en el hombre hay un instinto de expansión, de
manifestación. Siente que si lo que él
es, no lo es a la vista de los demás, valdría tanto como si no lo fuera. De aquí su afán de confesión, el prurito de
evidenciar su persona interior. El
lirismo procede, en definitiva, de este genial cinismo varonil. A veces esta propensión a expresar su
intimidad, como si en la transmisión a los demás cobrara su plenaria realidad,
degenera en contentarse con decir las cosas, aunque éstas no existan. Una buena parte de los hombres no tiene más
vida interior que la de sus palabras y sus sentimientos se reducen a una
existencia oral.
Hay por el
contrario, en la mujer, un instinto de ocultación, de encubrimiento: su alma
vive como de espaldas a lo exterior, ocultando la íntima fermentación
pasional. Los gestos del pudor no son
sino la forma simbólica de ese recato espiritual. No es el cuerpo lo que le importa defender
de las miradas masculinas, sino aquellas ideas y sentimientos suyos referentes
a las intenciones del hombre con respecto a su cuerpo. El mismo origen tiene la mayor frecuencia e
intensidad del azoramiento en la mujer.
Es éste una emoción suscitada por el temor de ser sorprendidos en nuestros
pensamientos y afectos. Cuanto mayor es
el deseo de mantener secreto algo de nuestra vida interior, más expuestos nos
hallamos al azoramiento. Así el que
miento suele azorarse, como si temiese que la mirada del prójimo perforara su
palabra mendaz y pusiese a descubierto la verdadera intención que
ocultaba. Pues bien, la mujer vive en
perpetuo azoramiento, porque vive en perpetuo encubrimiento de sí misma. Una muchacha de quince primaveras suele
tener ya más secretos que un viejo, y una mujer de treinta años guarda más
arcanos que un jefe de Estado.
Suele olvidar el
hombre esa condición, por esencia latente, de la personalidad femenina, y por
eso en su trato con la mujer va de sorpresa en sorpresa. Normalmente, el primer aspecto de una mujer
excluye la posibilidad de que aquella delicada, juguetona, ingrávida figura,
todo desdenes y fugas sea capaz de pasión.
Toda mujer parece una santita, si creemos que la santidad consiste en
resbalar sobre la vida sin dejarse comprometer por ella. Y, sin embargo, la verdad es todo lo
contrario: esa casi irreal figura no hace otra cosa que esperar la ocasión para
arrojarse en un torbellino apasionado con tal ímpetu, decisión y valentía, con
tal olvido de penosas consecuencias, que el hombre más resuelto queda siempre a
la zaga y, avergonzado, se descubre a sí mismo como un temperamento utilitario,
calculador y vacilante. Mas, para que
esa vitalidad profunda o individual se manifieste, es preciso que el hombre
deje de formar parte del público y por uno u otro motivo se destaque
individualmente ante ella.
A éstas y a
innumerables consideraciones da pretexto el caso de este cuadro en que Jorge
Inglés perpetúa la imagen de la Marquesa de Santillana. Porque a primera vista encontramos una dama
preocupada de la oración, sumergida querubínicamente en una atmósfera quieta,
abstracta y litúrgica. Mas si
insistimos veremos salir del cuadro volando sedienta, hacia la luz, la eterna
mariposa apasionada.
Como he dicho
encierra este cuadro un delicioso dualismo.
Primero nos parece habitado por la quietud y con un vago olor de
incienso. Mas si insistimos, notamos en
él la germinación de todas las inquietudes y por la reja y la puerta del
oratorio sentimos penetrar una brisa terrestre que orea con su blanda
turbulencia la fina cabeza de la dama.
La técnica misma
del cuadro es irresoluta: dos principios pictóricos riñen su batalla indecisa
en la mano del artista. El Norte y el
Sur, Flandes e Italia se persiguen hostiles por todos los rincones de la tabla,
como en un canto homérico Héctor y Diómedes.
Esta vacilación pictórica es tan sólo síntoma de una contienda más grave
que arrastra la obra entera, desde la inspiración del maestro hasta el ser
mismo de la persona representada: aquí luchan cuerpo a cuerpo goticismo, que es
Edad Media, que es ascetismo, y Renacimiento, que es rumor de tiempo nuevo y
triunfo de esta vida sobre la otra.
La dama ha sido
perpetuada en la acción que la Edad Media prefería: orando. Sin embargo, fijémonos. Las manos quisieran aspirar al Empíreo. ¿Qué las detiene? ¿Por qué quedan palpitando en el aire como
unas alas de paloma desorientada? No se
sabe bien, no se sabe bien. Hay en los
gestos humanos esenciales equívocos y cuando alguien eleva juntas las palmas de
sus manos ignoramos si va a sumergirse en la oración o va a arrojarse al
mar. Un mismo ademán preludia las dos opuestas aventuras.
La Marquesa de
Santillana prepara, pues, sus manos a la plegaria, pero no ha olvidado de ceñir
cada falange de cada dedo con un anillo festival. Son tenues aros donde van prendidos un
carbunclo, un granate, una amatista, un zafir. El traje ceremonial de esta
marquesa derrama en su ondeo magníficos perfumes de corte de amor.
Su marido, el
amable poeta, uno de los más jugosos brotes del Renacimiento en España, había
recogido la herencia del lirismo provenzal, lo mismo que hicieron Dante y
Petrarca. Tal vez por ello la silueta
de esta dama trae a nuestra memoria aquellos palacios provenzales conde en el
siglo XIII, bajo el nombre de cortezía,
hizo su entrada subrepticia, en la sociedad teológica el culto de los mejores
instintos humanos[2].
Pero el
dramatismo sutil del cuadro ha venido a concentrarse en la gentil cabeza,
dotada de tan extraño vigor expresivo que logra triunfar sobre la complicación
del tocado y la insuficiencia del artista.
¡Con qué gracia vibra en el viento, como flor en el prado, este menudo
rostro a quien una mano inferior ha impuesto unos ojos apócrifos! Las facciones carecen de la vulgar belleza
que se contenta con la corrección: son rasgos finos, distinguidos, que valen
por el espíritu que expresan.
Hay semblantes
de mujer en que resume todo un doctrinal de vida y pueden servirnos de norma
para conducir nuestros actos y gobernar nuestros juicios. Cuando Goethe, hastiado de la inelegancia
germánica, desciende a Italia en busca de una más delicada regla vital, va
ocupado con la composición de Ifigenia.
Al pasar por Bolonia se detiene ante una Santa Ágata de Rafael. “El artista –escribe en su diario– le ha
dado una doncellez sana y segura de sí misma, exenta de frialdad y de
aspereza. Me he fijado mucho en el
semblante y he de leerle en mi espíritu mi Ifigenia, porque no debe salir de
los labios de mi heroína nada que esta santa no pudiera decir”. Como la obra literaria no es en Goethe cosa
distinta de su propia vida personal, significan estas palabras que el gran
germano insatisfecho, al pasar ante el cuadro de Rafael, corrige el perfil de
su alma ajustándolo a la pauta que aquel rostro irradia.
No se puede
pedir tanto a la obra de Jorge Inglés.
Pero hay en ella gérmenes de una posible existencia superior que,
desarrollados, podrían afinar las almas de los que vivimos en esta vertiente
del Guadarrama, donde la Marquesa habitó.
Pasa por esta figurilla, estremeciéndola, un soplo de vitalidad
exquisita que no se vuelve a aparecer en el resto de la Exposición. Cuando lleguemos a los lienzos de Goya
volveremos a hallar en sus mujeres vitalidad, pero ya no encontraremos
exquisitez.
Lejos de mi
ánimo poner en duda la piedad con que reza esta dama; pero si intento aclararme
la actitud de su cabeza y de sus manos, inevitablemente imagino el gesto que
hace la corza cuando desde el fondo de la umbría oye sonar a lo lejos el primer
‘¡halalí!’ que corre por los linderos del bosque. Sin que se sepa de dónde llega, una incitación
apasionada ha venido a herir el corazón de esta marquesa. Sospechamos que está en el oratorio de paso
hacia una pasión. Ya se oye, ya se oye
el galopar de los caballeros ideales y el latir afanoso de los canes
instintivos. La dama siente un
misterioso afán de huida. No hace falta
más para que la eterna escena venatoria se cumpla. En la caza, la misión de la pieza es huir
arrastrando al cazador y la jauría en su torbellino de persecución. Así, en el frenesí de los amores, la mujer
colabora primero con una apariencia de pavor y fuga.
Piensen otros lo que gusten: para mí, la culminación
de la vida consiste en una pasión limpia y finamente dramática.
EN EL “BAR BASQUE”
Entre los consumidores predominan las
norteamericanas. El viejo continente se
ha llenado de norteamericanas que llegan de ultramar decididas a confundirlo
todo. Nadan, beben, fuman, flirtean,
juegan al golf, bailan sin cesar, en España torean y prueban su cultura
hablando de espiritismo. La cuestión es
no parar.
Frente a nosotros hay dos judías y no lejos unas
damas argentinas. Exquisitas,
ingrávidas, suaves, casi irreales en su perfecta indumentaria, unas y otras dan
una impresión de extrema modernidad. Y,
sin embargo, por una inevitable asociación no puedo mirarlas sin ver tras sus
tenues perfiles inmensas manadas de ovejas.
Acompañan virtualmente a las hebreas los corderos bíblicos, a las
criollas, las infinitas merinas de la Pampa.
Estas tenuidades, estas gracias sutiles y alquitaradas no serían posibles
sin enormes rebaños detrás, que no para sí mismos llevan sus vellocinos. Mi amigo y yo conversamos un rato sobre el
triunfo de los pueblos pastoriles sobre las cisternas de Canaán y los ñandúes
australes.
Hay en el ambiente una jovialidad festiva que aguza
la mente y la hace elástica. No se
puede desconocer que los franceses han sabido dar a una comida toda la fina
exaltación de que es capaz. Sobre todo
desde que han aceptado una alianza con el Cocktail anglosajón.
Sin embargo, nuestros entusiasmos comienzan a
organizarse especializándose y los de mejor calidad acaban por rendirse ante una mujer que entra
acompañada de otra y precedida del más correcto entre los ancianos. ¿Por qué esta mujer nos interesa tanto, con
un interés respetuoso y delicado? ¿Por
qué quisiéramos ser sus amigos y poder recoger esta frase que ahora ha debido
decir, con una sonrisa tan leve y contenida como si una rienda espiritual la
retuviese? Todas estas otras mujeres
tan elegantes no nos interesaban nada.
¿Por qué?
El tema es complicadísimo y obligaría a aventar
secretos un poco crudos. Sería forzoso
decir que la mujer elegante, con frecuencia no es la más interesante. ¿Qué le vamos a hacer? No se puede ser todo. Pero esto a su vez requeriría aclaración,
porque de la elegancia se suelen tener ideas muy equivocadas. La elegancia se convierte en un oficio y, a
fuer de tal, en una servidumbre, la más dura y constante. La ‘elegante’ está todo el día al servicio
de su elegancia. Tiene que asistir a
los quince lugares cotidianos donde es elegante ir. La elegante vive siempre atropellada. Ya esto basta para que no pueda
interesar. La admirable mujer que ahora
nos preocupa revela en todo su ser un tesoro compuesto de horas de
soledad. Se ve que abre en cada jornada
un largo espacio para sí, que se liberta de los demás. Hay ciertas cristalizaciones en química que
sólo se producen en lugares quietísimos, exentos de toda trepidación, en el
lugar más recóndito de todo el laboratorio.
Así, las mejores reacciones espirituales que enriquecen y pulen la
persona necesitan calma, ocio profundo, un no hacer nada para dejar que la
milagrosa germinación se produzca. Esta
mujer no volverá aquí en el resto del verano.
Se ve que no va a todas partes, que no acepta el repertorio común de
posibilidades, sino que elige y se queda con algunas, muy pocas. Y este divino gesto de elegir –dejar muchas,
retener una– domina toda su persona.
Así, las elegancias, al llegar hasta ella, se detienen y se
inclinan. En su traje las modas
colaboran, pero rebajadas en un tono, como si una mano puesta sobre ellas las
hubiese vencido. Y, sobre todo, la
máxima diferencia: las demás mujeres que
hay aquí parecen estar aquí enteras. Ésta,
en cambio, permanece ausente; lo mejor de sí misma quedó allá lejos, adscrito a
su soledad, como las ninfas amadríadas, que no podían abandonar el árbol
donde vivían infusas. He aquí la razón
de nuestro interés. Interesa lo que se
presume y no se ve. Esta mujer posee un
arcano hinterland...[3].
Conclusión personal:
NO
todo ente femenino es una Mujer. Una Mujer
se construye con 10.000 horas de vuelo hacia los mejores ideales que es capaz
de concebir, porque NO sólo se conciben hijos, sino, sobre todo, ideas.
Piensa
lo siguiente: ¿Cuándo te diste cuenta de mi existencia? ¿Qué sabías de mí antes de esta carta
filosófico–psicológica? Me mata la
curiosidad y me aterra conocer tu punto de vista. En mi adolescencia, ni se me ocurriría
acercarme a alguien como tú, de puro terror.
Era un chico muy tímido y todavía me queda algo de eso.
Consejo:
Fíjate en alguien tímido y con buenas notas.
¡Somos los peores! Tu actitud
fuerte los despeinará, mostrándole el otro lado de la vida.
Voy
hace meses a ese local, pero sólo de vez en cuando y con el tiempo en mi
contra, por lo que NO me fijaba en nadie, salvo el antiguo dependiente que sigue
jugando. Sólo hace unas semanas, he
tenido tiempo para quedarme más tiempo y hacerme conocido de los habitué que juegan LoL, mi placer culpable.
Lo
juego hace tres años a instancias de mis sobrinos, que me hablaron tanto de él,
que, fiel a mis principios de historiador, tenía que experimentar una las
megatendencia de mis tiempos, para comprenderlos. Y heme aquí, ¡vicioso! ¡Ja, ja, ja! Después de un tiempo, le dije al sobrino más
fanático: Es ajedrez con nitro.
Sólo
hace unas semanas el dependiente me dijo que eras mujer, ¡sigo siendo el mismo
pavo de siempre! Entonces pasaste
automáticamente al centro de mi atención.
Mi curiosidad te convirtió en Destino de viaje de Descubrimiento. Tu estilo me recordaba al de un personaje,
pero NO recordaba a cuál de todos, hasta que recordé esa película y el hecho de
cómo el tipo que se creía inteligente, ¡NO vio el tesoro delante de él!
Después
de tus fuertes declaraciones recordé estos antiguos textos de mi maestro y me
di risa a mí mismo, por el papel que me toca jugar en este melodrama: El más correcto entre los ancianos. Yo, que pocas veces en mi vida he sido
correcto, estoy obligado a ser ejemplar.
Date cuenta de algo único: Puedes presumir de algo que muy pocas mujeres en el mundo pueden
decir: inspiraste a un filósofo a poner por escrito sus pensamientos, cosa que
nos da lata.
Tu
estilo de ser me recuerda al de la joven protagonista de la película La
Chica del Dragón Tatuado”, que imagino habrás visto y te habrás
identificado con ella. Como el
personaje de ficción, también eres “dura
por fuera y tierna por dentro”. No
ocultas tu verdadero ser con adornos insulsos, sino con la dureza que la vida
misma te ha obligado a tener, para sobrevivir, pero sólo es un escudo
superficial, detrás del cual se esconde una inteligencia lúcida y múltiple. Además tienes una habilidad de liderazgo
innata, que sólo se manifiesta jugando LoL. Basta observar cómo mangoneas a los cabros,
para darse cuenta (por eso la imagen al comienzo de este “breve artículo”) y es
inevitable honrar tu participación en el equipo. Esas son cualidades que las perras NO tienen
y, desde mi punto de vista como historiador, son más valiosas.
Realmente
es un tonto el tipo que NO aprecia importantes talentos que saltan a la vista y
podrían llevarte lejos en la vida. Es para
enojarse, pero estoy seguro otra persona agradecerá tal imbecilidad, porque
sabrá valorarte y apoyarte en lo que decidas.
[1] Se trata de una Exposición retrospectiva de retratos femeninos
españoles, que la sociedad de Amigos del Arte presentó en 1918.
[2] La Edad Moderna, de que tanto nos enorgullecemos, es hija –con sus
ciencias, política y sus artes– del Renacimiento. Pero el Renacimiento es, a su
vez, hijo de la cultura provenzal floreciente en el siglo XIII. Ahora bien; esta cultura provenzal nace al
amparo de unas cuantas mujeres geniales que inventan la ley de cortezia,
primera ruptura con el espíritu ascético y eclesiástico de la Edad Media. Nada califica mejor la incapacidad de
nuestra época para entender la historia, como el olvido en que se tiene este
hecho fundamental. Conste, pues, que no
son los ingenieros ni los profesores los que han iniciado el progreso con sus
laboratorios y sus cátedras, sino unas damas floridas con las fiestas de sus
salones, que entonces se llamaban cortes. La bibliografía científica reciente en que
esto se prueba y, en general, el desenvolvimiento ideológico del tema, podrá
verse en un ensayo que preparo: De la cortesía o las buenas maneras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario