sábado, 18 de noviembre de 2017

Notas Acerca del Encanto de lo Oculto



Por José Ortega y Gasset

Para mi maestra LoL.
INTRODUCCIÓN

Moraleja de un cuento chino

A Ling Yu Tang y su
Importancia de Vivir

La Belleza y la fealdad tienen el mismo origen
Decisión Informada
Ella sabía que era fea
Ella sabía que era bonita
Ella se ocultaba
Ella se exhibía

He decidido comenzar esta inmensa carta con este Poemirijiya de mi autoría, porque tu fuerte declaración del otro día NO me dejó indiferente y me recordó estas viejas ideas.   Además, considero mi deber, como filósofo, llevar claridad mental ante un dolor emocional.
Soy viejo, tengo más de 44 años, y llevo décadas estudiando el alma humana, por lo que he llegado a saber algunas cosas.   Me reí con ganas cuando confesaste tu pena de amor, pero como no nos habíamos presentado, no sabía cómo acercarme.   Me dije: “Ya, aquí vamos, otra vez.   ¡Siempre llega un náufrago a mis costas, cuando estoy tratando de salvar el mundo por Internet! ¡Ja, ja, ja!”.
Eres el tipo opuesto de mujer a mi señora, exagerando un poco, como los estereotipos de animé tsundere/yandere, pero, al igual que ella, escondes tu belleza.   Eres una mujer compleja,  ello hace que sólo un hombre inteligente puede apreciarte.   Por eso mantuve la distancia y paulatinamente comencé a acercarme, usando la estrategia Jericó, para NO espantar.
Estaba esperando a que te acercaras, para apreciar tu energía y ¡es de alto octanaje!   ¡Nunca antes había jugado tan bien!   Tienes instinto innato de couching.   Si te pusieras en serio, podrías dirigir muy bien un equipo de LoL o de lo que sea realmente competitivo.   Tienes talento para eso.
Tu caso no deja de ajustarse al tema del viaje, sólo que de otro modo.   Los realmente hombres deseamos un viaje y nos gustan las personas que se presentan como compañeros o destino de ese viaje.   De ahí el “natural atractivo” de los parajes exóticos.   Mi impresión es que, para variar, el tipo en cuestión NO te vio como un paraje lo bastante exótico como para ir hacia ti.   Esta impresión se debe a que sólo vio la superficie y realmente tiene trastocadas las prioridades de la vida.
Tienes razón y me reí por la manera extremadamente dura y cortante como planteaste esa idea.   Lo que te presento a continuación son los matices y derivaciones de esa idea: El hombre desea lo que NO posee y es mayor su deseo en tanto que eso es más difícil de poseer.   Ese tipo de hombre es un imbécil.   Un monigote que sólo está buscando a su madre, como dijo Freud, que está preso de su complejo de Edipo.    El verdadero hombre, el inteligente, busca una mujer que NO sea como su madre, porque busca un viaje hacia una isla encantada, donde hay un tesoro desconocido.
Ese tesoro desconocido es la mujer inteligente.   Lo digo por experiencia propia: Hasta conocer a mi esposa, NO conocí una sola mujer inteligente… y poderosa.   Dueña de sí misma.    Capaz de decir NO a esos imbéciles que sólo quieren lo superficial y son ciegos a lo profundo.   Esos egoístas que sólo usan a las mujeres para su placer y después las desechan.   Los masoquistas que sólo les gustan las maracas que los hacen sufrir, para demostrar su poder y dominio.
Ojo con lo que deseas, porque es una proyección de uno mismo.   ¡Todos somos unos malditos masoquistas!   La única diferencia es cuánto dolor queremos sufrir, antes de emprender el camino del desarrollo personal.


Divagación Ante el Retrato de la Marquesa de Santillana

Para mi gusto, lo más interesante de la Exposición[1] es este cuadro de Jorge Inglés.    Si los proyectos de feminidad que aquí se insinúan hubiesen madurado, esta galería de cuatro siglos sería muy otra y muy otra la historia de España.
Es tan femenino este cuadro que empieza por engañar.   En el transeúnte apresurado deja el recuerdo de un recinto tranquilo y repuesto, poblado con la paz de la oración.    Sobre el reclinatorio, que hace de mística navecilla, un corazón de mujer pone proa hacia celestes abstracciones.
Nada más femenino, repito, que ofrecer dos aspectos muy distintos: uno para e que pasa de largo, otro para el que se detiene devoto.   Si se quiere conocer a la mujer es preciso detenerse ante ella o, dicho de otra manera, es preciso “flirtear”.   No existe otro método de conocimiento.   El flirt es a la mujer, lo que el experimento a la electricidad.   Pues bien, el flirt comienza por una detención, merced a la cual se convierte el transeúnte apresurado en interrogador que inicia una conversación particular.   Cuando Fernando Lasalle, precursor del actual movimiento obrero, se iba a casar, daba la noticia a un amigo parodiando la terminología hegeliana: “Me voy a individualizar en una mujer”, escribía.   En efecto, la mujer no revela su segundo aspecto, el verdadero y propio, sino al que se individualiza ante ella y deja de ser el hombre en general, el que se pasa de largo, cualquiera.   En esto como en todo, la psicología de la mujer es opuesta a la del varón.   El alma masculina vive proyectada preferentemente hacia obras colectivas: ciencia, arte, política, negocio.   Esto hace de nosotros naturalezas un poco teatrales: lo mejor, lo más propio e individual de nuestra persona lo damos al público, a los seres innominados que leen nuestros escritos, aplauden nuestros versos, nos votan en las elecciones o compran nuestras mercancías.  El escritor representa la forma extrema de esta impudorosidad al ser más íntimo con el público anónimo que con su más íntimo amigo.   El hombre vive de los demás y por ello vive para los demás.   A esto aludía yo cuando hablaba del servilismo que el destino varonil lleva consigo.
La mujer, en cambio, tiene una actitud más señorial ante la existencia.   No hace depender su felicidad de la benevolencia de un público ni somete a su aceptación o repulsa lo que es más importante en su vida.   Más bien al contrario, adopta una actitud de público en cuanto parece ser ella la que aprueba o desaprueba al hombre que se aproxima, la que entre otros muchos, lo selecciona y escoge.   De modo que el hombre, al verse preferido, se siente premiado.   Es curioso que esta concepción de la mujer como premio del hombre aparece ya en las sociedades más antiguas; así, la Ilíada echa a volar el enjambre sonoro de sus hexámetros con el fin de contarnos la cólera de Aquiles, furioso porque le han arrebatado la dulce esclava Kriseis, que era el premio de sus hazañas.   Posteriormente, el valor de este premio sube de punto al no ser concedido por la autoridad o por un tribunal, sino que se deja al premio mismo decidir quién es el premiado.
Comparada con el hombre, toda mujer es un poco princesa: vive de sí misma y, por ello, vive para sí misma.   Al público presenta sólo una máscara convencional, impersonal, aunque variamente modulada; sigue la moda en todo y se complace en las frases hechas, en las opiniones recibidas.   Su afición a las galas, a las joyas, a los afeites pudiera considerarse una objeción radical contra esto que digo.   En mi entender, lejos de oponerse a ello, lo confirma.   La vanidad de la mujer es más ostentosa que la del hombre precisamente porque se refiere sólo a exterioridades; nace vive y muere en ese haz externo de su vida a que me he referido, pero no suele afectar su realidad íntima.   La prueba de ello es que esa vanidad del atuendo, frecuente en la mujer, no nos permite inferir las condiciones de su carácter con la misma seguridad que si se tratase de un hombre.   La vanidad del varón, menos ostentosa, es más profunda.   Si el talento o la autoridad política saliesen a la cara, como ocurre con la belleza, la presencia de la mayor parte de los hombres sería insoportable.   Afortunadamente, esas excelencias no consisten en rasgos quietos, sino en acciones y dinamismos que requieren tiempo y esfuerzo para ejecutarse, que no pueden ser mostradas, sino demostradas.
Tal es la diferencia en la relación con el público del hombre y la mujer, que lleva signos contrarios.   Cuanto mayor aparato y cuidados pone la mujer al presentarse en público mayor es la distancia que establece entre éste y su verdadera personalidad.   Así, a medida que aumenta el boato de que una mujer se rodea, crece el número de varones que se sienten eliminados de la opción a sus preferencias y se saben condenados a una actitud de lejanos espectadores.   Diríase que el lujo y la elegancia, el adorno y la joya que la dama pone entre sí y los demás llevan el fin de ocultar su ser íntimo, de hacerlo más misterioso, remoto e inasequible.   El hombre, en cambio, da a la publicidad lo que más estima en sí, su más recóndito orgullo, aquellos actos, aquellas labores en que ha puesto la seriedad de su vida.   La mujer tiene un exterior teatral y una intimidad recatada; en el hombre es la intimidad lo teatral.   La mujer va al teatro; el hombre lo lleva dentro y es el empresario de su propia vida.
En las ideas usuales sobre psicología de ambos sexos no hallo debidamente acentuada esta discrepancia radical.   Se trata de dos instintos contrarios: en el hombre hay un instinto de expansión, de manifestación.   Siente que si lo que él es, no lo es a la vista de los demás, valdría tanto como si no lo fuera.   De aquí su afán de confesión, el prurito de evidenciar su persona interior.   El lirismo procede, en definitiva, de este genial cinismo varonil.   A veces esta propensión a expresar su intimidad, como si en la transmisión a los demás cobrara su plenaria realidad, degenera en contentarse con decir las cosas, aunque éstas no existan.   Una buena parte de los hombres no tiene más vida interior que la de sus palabras y sus sentimientos se reducen a una existencia oral.
Hay por el contrario, en la mujer, un instinto de ocultación, de encubrimiento: su alma vive como de espaldas a lo exterior, ocultando la íntima fermentación pasional.   Los gestos del pudor no son sino la forma simbólica de ese recato espiritual.   No es el cuerpo lo que le importa defender de las miradas masculinas, sino aquellas ideas y sentimientos suyos referentes a las intenciones del hombre con respecto a su cuerpo.   El mismo origen tiene la mayor frecuencia e intensidad del azoramiento en la mujer.   Es éste una emoción suscitada por el temor de ser sorprendidos en nuestros pensamientos y afectos.   Cuanto mayor es el deseo de mantener secreto algo de nuestra vida interior, más expuestos nos hallamos al azoramiento.   Así el que miento suele azorarse, como si temiese que la mirada del prójimo perforara su palabra mendaz y pusiese a descubierto la verdadera intención que ocultaba.   Pues bien, la mujer vive en perpetuo azoramiento, porque vive en perpetuo encubrimiento de sí misma.   Una muchacha de quince primaveras suele tener ya más secretos que un viejo, y una mujer de treinta años guarda más arcanos que un jefe de Estado.
Suele olvidar el hombre esa condición, por esencia latente, de la personalidad femenina, y por eso en su trato con la mujer va de sorpresa en sorpresa.   Normalmente, el primer aspecto de una mujer excluye la posibilidad de que aquella delicada, juguetona, ingrávida figura, todo desdenes y fugas sea capaz de pasión.   Toda mujer parece una santita, si creemos que la santidad consiste en resbalar sobre la vida sin dejarse comprometer por ella.   Y, sin embargo, la verdad es todo lo contrario: esa casi irreal figura no hace otra cosa que esperar la ocasión para arrojarse en un torbellino apasionado con tal ímpetu, decisión y valentía, con tal olvido de penosas consecuencias, que el hombre más resuelto queda siempre a la zaga y, avergonzado, se descubre a sí mismo como un temperamento utilitario, calculador y vacilante.   Mas, para que esa vitalidad profunda o individual se manifieste, es preciso que el hombre deje de formar parte del público y por uno u otro motivo se destaque individualmente ante ella.
A éstas y a innumerables consideraciones da pretexto el caso de este cuadro en que Jorge Inglés perpetúa la imagen de la Marquesa de Santillana.   Porque a primera vista encontramos una dama preocupada de la oración, sumergida querubínicamente en una atmósfera quieta, abstracta y litúrgica.   Mas si insistimos veremos salir del cuadro volando sedienta, hacia la luz, la eterna mariposa apasionada.
Como he dicho encierra este cuadro un delicioso dualismo.   Primero nos parece habitado por la quietud y con un vago olor de incienso.  Mas si insistimos, notamos en él la germinación de todas las inquietudes y por la reja y la puerta del oratorio sentimos penetrar una brisa terrestre que orea con su blanda turbulencia la fina cabeza de la dama.
La técnica misma del cuadro es irresoluta: dos principios pictóricos riñen su batalla indecisa en la mano del artista.   El Norte y el Sur, Flandes e Italia se persiguen hostiles por todos los rincones de la tabla, como en un canto homérico Héctor y Diómedes.   Esta vacilación pictórica es tan sólo síntoma de una contienda más grave que arrastra la obra entera, desde la inspiración del maestro hasta el ser mismo de la persona representada: aquí luchan cuerpo a cuerpo goticismo, que es Edad Media, que es ascetismo, y Renacimiento, que es rumor de tiempo nuevo y triunfo de esta vida sobre la otra.
La dama ha sido perpetuada en la acción que la Edad Media prefería: orando.   Sin embargo, fijémonos.   Las manos quisieran aspirar al Empíreo.   ¿Qué las detiene?  ¿Por qué quedan palpitando en el aire como unas alas de paloma desorientada?   No se sabe bien, no se sabe bien.   Hay en los gestos humanos esenciales equívocos y cuando alguien eleva juntas las palmas de sus manos ignoramos si va a sumergirse en la oración o va a arrojarse al mar.   Un mismo ademán preludia las dos opuestas aventuras.
La Marquesa de Santillana prepara, pues, sus manos a la plegaria, pero no ha olvidado de ceñir cada falange de cada dedo con un anillo festival.   Son tenues aros donde van prendidos un carbunclo, un granate, una amatista, un zafir. El traje ceremonial de esta marquesa derrama en su ondeo magníficos perfumes de corte de amor.
Su marido, el amable poeta, uno de los más jugosos brotes del Renacimiento en España, había recogido la herencia del lirismo provenzal, lo mismo que hicieron Dante y Petrarca.   Tal vez por ello la silueta de esta dama trae a nuestra memoria aquellos palacios provenzales conde en el siglo XIII, bajo el nombre de cortezía, hizo su entrada subrepticia, en la sociedad teológica el culto de los mejores instintos humanos[2].
Pero el dramatismo sutil del cuadro ha venido a concentrarse en la gentil cabeza, dotada de tan extraño vigor expresivo que logra triunfar sobre la complicación del tocado y la insuficiencia del artista.  ¡Con qué gracia vibra en el viento, como flor en el prado, este menudo rostro a quien una mano inferior ha impuesto unos ojos apócrifos!   Las facciones carecen de la vulgar belleza que se contenta con la corrección: son rasgos finos, distinguidos, que valen por el espíritu que expresan.
Hay semblantes de mujer en que resume todo un doctrinal de vida y pueden servirnos de norma para conducir nuestros actos y gobernar nuestros juicios.   Cuando Goethe, hastiado de la inelegancia germánica, desciende a Italia en busca de una más delicada regla vital, va ocupado con la composición de Ifigenia.   Al pasar por Bolonia se detiene ante una Santa Ágata de Rafael.   “El artista –escribe en su diario– le ha dado una doncellez sana y segura de sí misma, exenta de frialdad y de aspereza.   Me he fijado mucho en el semblante y he de leerle en mi espíritu mi Ifigenia, porque no debe salir de los labios de mi heroína nada que esta santa no pudiera decir”.   Como la obra literaria no es en Goethe cosa distinta de su propia vida personal, significan estas palabras que el gran germano insatisfecho, al pasar ante el cuadro de Rafael, corrige el perfil de su alma ajustándolo a la pauta que aquel rostro irradia.
No se puede pedir tanto a la obra de Jorge Inglés.  Pero hay en ella gérmenes de una posible existencia superior que, desarrollados, podrían afinar las almas de los que vivimos en esta vertiente del Guadarrama, donde la Marquesa habitó.  Pasa por esta figurilla, estremeciéndola, un soplo de vitalidad exquisita que no se vuelve a aparecer en el resto de la Exposición.   Cuando lleguemos a los lienzos de Goya volveremos a hallar en sus mujeres vitalidad, pero ya no encontraremos exquisitez.
Lejos de mi ánimo poner en duda la piedad con que reza esta dama; pero si intento aclararme la actitud de su cabeza y de sus manos, inevitablemente imagino el gesto que hace la corza cuando desde el fondo de la umbría oye sonar a lo lejos el primer ‘¡halalí!’ que corre por los linderos del bosque.   Sin que se sepa de dónde llega, una incitación apasionada ha venido a herir el corazón de esta marquesa.   Sospechamos que está en el oratorio de paso hacia una pasión.   Ya se oye, ya se oye el galopar de los caballeros ideales y el latir afanoso de los canes instintivos.   La dama siente un misterioso afán de huida.   No hace falta más para que la eterna escena venatoria se cumpla.   En la caza, la misión de la pieza es huir arrastrando al cazador y la jauría en su torbellino de persecución.   Así, en el frenesí de los amores, la mujer colabora primero con una apariencia de pavor y fuga.
Piensen otros lo que gusten: para mí, la culminación de la vida consiste en una pasión limpia y finamente dramática.




EN EL “BAR BASQUE”

Entre los consumidores predominan las norteamericanas.   El viejo continente se ha llenado de norteamericanas que llegan de ultramar decididas a confundirlo todo.  Nadan, beben, fuman, flirtean, juegan al golf, bailan sin cesar, en España torean y prueban su cultura hablando de espiritismo.   La cuestión es no parar.
Frente a nosotros hay dos judías y no lejos unas damas argentinas.   Exquisitas, ingrávidas, suaves, casi irreales en su perfecta indumentaria, unas y otras dan una impresión de extrema modernidad.   Y, sin embargo, por una inevitable asociación no puedo mirarlas sin ver tras sus tenues perfiles inmensas manadas de ovejas.   Acompañan virtualmente a las hebreas los corderos bíblicos, a las criollas, las infinitas merinas de la Pampa.   Estas tenuidades, estas gracias sutiles y alquitaradas no serían posibles sin enormes rebaños detrás, que no para sí mismos llevan sus vellocinos.   Mi amigo y yo conversamos un rato sobre el triunfo de los pueblos pastoriles sobre las cisternas de Canaán y los ñandúes australes.
Hay en el ambiente una jovialidad festiva que aguza la mente y la hace elástica.   No se puede desconocer que los franceses han sabido dar a una comida toda la fina exaltación de que es capaz.   Sobre todo desde que han aceptado una alianza con el Cocktail anglosajón.
Sin embargo, nuestros entusiasmos comienzan a organizarse especializándose y los de mejor calidad acaban por rendirse ante una mujer que entra acompañada de otra y precedida del más correcto entre los ancianos.   ¿Por qué esta mujer nos interesa tanto, con un interés respetuoso y delicado?   ¿Por qué quisiéramos ser sus amigos y poder recoger esta frase que ahora ha debido decir, con una sonrisa tan leve y contenida como si una rienda espiritual la retuviese?   Todas estas otras mujeres tan elegantes no nos interesaban nada.   ¿Por qué?
El tema es complicadísimo y obligaría a aventar secretos un poco crudos.   Sería forzoso decir que la mujer elegante, con frecuencia no es la más interesante.   ¿Qué le vamos a hacer?   No se puede ser todo.   Pero esto a su vez requeriría aclaración, porque de la elegancia se suelen tener ideas muy equivocadas.   La elegancia se convierte en un oficio y, a fuer de tal, en una servidumbre, la más dura y constante.   La ‘elegante’ está todo el día al servicio de su elegancia.   Tiene que asistir a los quince lugares cotidianos donde es elegante ir.   La elegante vive siempre atropellada.   Ya esto basta para que no pueda interesar.   La admirable mujer que ahora nos preocupa revela en todo su ser un tesoro compuesto de horas de soledad.   Se ve que abre en cada jornada un largo espacio para sí, que se liberta de los demás.   Hay ciertas cristalizaciones en química que sólo se producen en lugares quietísimos, exentos de toda trepidación, en el lugar más recóndito de todo el laboratorio.   Así, las mejores reacciones espirituales que enriquecen y pulen la persona necesitan calma, ocio profundo, un no hacer nada para dejar que la milagrosa germinación se produzca.   Esta mujer no volverá aquí en el resto del verano.   Se ve que no va a todas partes, que no acepta el repertorio común de posibilidades, sino que elige y se queda con algunas, muy pocas.   Y este divino gesto de elegir –dejar muchas, retener una– domina toda su persona.   Así, las elegancias, al llegar hasta ella, se detienen y se inclinan.   En su traje las modas colaboran, pero rebajadas en un tono, como si una mano puesta sobre ellas las hubiese vencido.   Y, sobre todo, la máxima diferencia: las demás mujeres que hay aquí parecen estar aquí enteras.   Ésta, en cambio, permanece ausente; lo mejor de sí misma quedó allá lejos, adscrito a su soledad, como las ninfas amadríadas, que no podían abandonar el árbol donde vivían infusas.   He aquí la razón de nuestro interés.   Interesa lo que se presume y no se ve.   Esta mujer posee un arcano hinterland...[3].


Conclusión personal:
NO todo ente femenino es una Mujer.   Una Mujer se construye con 10.000 horas de vuelo hacia los mejores ideales que es capaz de concebir, porque NO sólo se conciben hijos, sino, sobre todo, ideas.
Piensa lo siguiente: ¿Cuándo te diste cuenta de mi existencia?   ¿Qué sabías de mí antes de esta carta filosófico–psicológica?   Me mata la curiosidad y me aterra conocer tu punto de vista.   En mi adolescencia, ni se me ocurriría acercarme a alguien como tú, de puro terror.   Era un chico muy tímido y todavía me queda algo de eso.
Consejo: Fíjate en alguien tímido y con buenas notas.   ¡Somos los peores!   Tu actitud fuerte los despeinará, mostrándole el otro lado de la vida.
Voy hace meses a ese local, pero sólo de vez en cuando y con el tiempo en mi contra, por lo que NO me fijaba en nadie, salvo el antiguo dependiente que sigue jugando.   Sólo hace unas semanas, he tenido tiempo para quedarme más tiempo y hacerme conocido de los habitué que juegan LoL, mi placer culpable.
Lo juego hace tres años a instancias de mis sobrinos, que me hablaron tanto de él, que, fiel a mis principios de historiador, tenía que experimentar una las megatendencia de mis tiempos, para comprenderlos.   Y heme aquí, ¡vicioso!   ¡Ja, ja, ja!   Después de un tiempo, le dije al sobrino más fanático: Es ajedrez con nitro.
Sólo hace unas semanas el dependiente me dijo que eras mujer, ¡sigo siendo el mismo pavo de siempre!   Entonces pasaste automáticamente al centro de mi atención.   Mi curiosidad te convirtió en Destino de viaje de Descubrimiento.   Tu estilo me recordaba al de un personaje, pero NO recordaba a cuál de todos, hasta que recordé esa película y el hecho de cómo el tipo que se creía inteligente, ¡NO vio el tesoro delante de él!
Después de tus fuertes declaraciones recordé estos antiguos textos de mi maestro y me di risa a mí mismo, por el papel que me toca jugar en este melodrama: El más correcto entre los ancianos.   Yo, que pocas veces en mi vida he sido correcto, estoy obligado a ser ejemplar.   Date cuenta de algo único: Puedes presumir de  algo que muy pocas mujeres en el mundo pueden decir: inspiraste a un filósofo a poner por escrito sus pensamientos, cosa que nos da lata.
Tu estilo de ser me recuerda al de la joven protagonista de la película La Chica del Dragón Tatuado”, que imagino habrás visto y te habrás identificado con ella.   Como el personaje de ficción, también eres “dura por fuera y tierna por dentro”.    No ocultas tu verdadero ser con adornos insulsos, sino con la dureza que la vida misma te ha obligado a tener, para sobrevivir, pero sólo es un escudo superficial, detrás del cual se esconde una inteligencia lúcida y múltiple.    Además tienes una habilidad de liderazgo innata, que sólo se manifiesta jugando LoL.   Basta observar cómo mangoneas a los cabros, para darse cuenta (por eso la imagen al comienzo de este “breve artículo”) y es inevitable honrar tu participación en el equipo.   Esas son cualidades que las perras NO tienen y, desde mi punto de vista como historiador, son más valiosas.
Realmente es un tonto el tipo que NO aprecia importantes talentos que saltan a la vista y podrían llevarte lejos en la vida.   Es para enojarse, pero estoy seguro otra persona agradecerá tal imbecilidad, porque sabrá valorarte y apoyarte en lo que decidas.


[1] Se trata de una Exposición retrospectiva de retratos femeninos españoles, que la sociedad de Amigos del Arte presentó en 1918.
[2] La Edad Moderna, de que tanto nos enorgullecemos, es hija –con sus ciencias, política y sus artes– del Renacimiento. Pero el Renacimiento es, a su vez, hijo de la cultura provenzal floreciente en el siglo XIII.  Ahora bien; esta cultura provenzal nace al amparo de unas cuantas mujeres geniales que inventan la ley de cortezia, primera ruptura con el espíritu ascético y eclesiástico de la Edad Media.   Nada califica mejor la incapacidad de nuestra época para entender la historia, como el olvido en que se tiene este hecho fundamental.   Conste, pues, que no son los ingenieros ni los profesores los que han iniciado el progreso con sus laboratorios y sus cátedras, sino unas damas floridas con las fiestas de sus salones, que entonces se llamaban cortes.   La bibliografía científica reciente en que esto se prueba y, en general, el desenvolvimiento ideológico del tema, podrá verse en un ensayo que preparo: De la cortesía o las buenas maneras.
[3] Mundo interior. Traducción libre del alemán.

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